ETICA KANT
La ética de Kant se sitúa en el ámbito de las “éticas de la justicia”, en contraposición a las
éticas de la felicidad o utilitaristas, que fundamentan la moralidad en la consecución de
placer o satisfacción personal. Según Kant, la verdadera moralidad no reside en alcanzar
la felicidad, sino en actuar conforme a un deber que se impone a uno mismo,
independientemente de las inclinaciones personales o de los beneficios materiales.
Este planteamiento marca una diferencia crucial: mientras las éticas de la felicidad basan
sus normas en deseos y sentimientos contingentes, la ética kantiana establece que la
acción moral debe ser autónoma y regida por la razón.
Kant desarrolla el imperativo categórico, formulado de manera universal en la proposición
“Obra de tal manera que puedas querer que tu forma de actuar se haga universal”.
Esta máxima exige que toda acción se realice por deber, de modo que la regla que la
motiva pueda ser aplicada a todos sin contradicción. Por ejemplo, hacer promesas falsas
por interés egoísta es inmoral, pues si esta máxima se universalizara, se desvirtuaría la
práctica misma de prometer, socavando la confianza social. Así, la moralidad se
fundamenta en la autonomía del sujeto racional, ya que cada individuo, al actuar
conforme a una ley moral que él mismo se impone, se libera de las presiones externas y
demuestra su capacidad de autogobernarse.
Kant critica fuertemente las éticas basadas en la búsqueda de la felicidad, argumentando
que actuar por interés personal, aunque produzca buenos resultados, carece de mérito
moral. Para él, una acción solo adquiere valor moral si se realiza por deber, es decir,
motivada exclusivamente por el imperativo categórico. La ética kantiana rechaza
cualquier justificación basada en consecuencias o en la satisfacción de deseos
particulares, estableciendo que la verdadera virtud se encuentra en la conformidad con
la ley moral, no en la obtención de beneficios.
Kant también trata la relación entre la razón y la libertad. Mientras la razón teórica se
rige por la causalidad y limita el conocimiento al mundo fenoménico, la razón práctica
defiende la libertad como condición indispensable para actuar moralmente. Esta
libertad es el fundamento de la autonomía, pues permite que el ser humano se gobierne a
sí mismo a través de leyes que su propia razón dicta. Debido a la tensión entre la teoría y
la práctica, Kant introduce ciertos postulados de la razón práctica, como la libertad, la
existencia de Dios y la inmortalidad del alma. Aunque estos postulados no pueden
demostrarse empíricamente, son necesarios para que la vida moral sea coherente y para
justificar la posibilidad de actuar conforme al deber.
Para Kant, el valor de una acción no se mide por sus resultados, sino por la intención de
cumplir con una ley moral que pueda ser universalizada. Esta perspectiva implica que la
ética es una cuestión de autonomía y de justicia, donde el imperativo categórico actúa
como la norma suprema que orienta la conducta moral. Así, la ética kantiana integra
elementos del racionalismo y del empirismo, y también representa una ruptura con la
ética materialista, abriendo paso a una filosofía que sitúa la libertad y la dignidad del
sujeto en el centro de la vida moral.
La ética de Kant se sitúa en el ámbito de las “éticas de la justicia”, en contraposición a las
éticas de la felicidad o utilitaristas, que fundamentan la moralidad en la consecución de
placer o satisfacción personal. Según Kant, la verdadera moralidad no reside en alcanzar
la felicidad, sino en actuar conforme a un deber que se impone a uno mismo,
independientemente de las inclinaciones personales o de los beneficios materiales.
Este planteamiento marca una diferencia crucial: mientras las éticas de la felicidad basan
sus normas en deseos y sentimientos contingentes, la ética kantiana establece que la
acción moral debe ser autónoma y regida por la razón.
Kant desarrolla el imperativo categórico, formulado de manera universal en la proposición
“Obra de tal manera que puedas querer que tu forma de actuar se haga universal”.
Esta máxima exige que toda acción se realice por deber, de modo que la regla que la
motiva pueda ser aplicada a todos sin contradicción. Por ejemplo, hacer promesas falsas
por interés egoísta es inmoral, pues si esta máxima se universalizara, se desvirtuaría la
práctica misma de prometer, socavando la confianza social. Así, la moralidad se
fundamenta en la autonomía del sujeto racional, ya que cada individuo, al actuar
conforme a una ley moral que él mismo se impone, se libera de las presiones externas y
demuestra su capacidad de autogobernarse.
Kant critica fuertemente las éticas basadas en la búsqueda de la felicidad, argumentando
que actuar por interés personal, aunque produzca buenos resultados, carece de mérito
moral. Para él, una acción solo adquiere valor moral si se realiza por deber, es decir,
motivada exclusivamente por el imperativo categórico. La ética kantiana rechaza
cualquier justificación basada en consecuencias o en la satisfacción de deseos
particulares, estableciendo que la verdadera virtud se encuentra en la conformidad con
la ley moral, no en la obtención de beneficios.
Kant también trata la relación entre la razón y la libertad. Mientras la razón teórica se
rige por la causalidad y limita el conocimiento al mundo fenoménico, la razón práctica
defiende la libertad como condición indispensable para actuar moralmente. Esta
libertad es el fundamento de la autonomía, pues permite que el ser humano se gobierne a
sí mismo a través de leyes que su propia razón dicta. Debido a la tensión entre la teoría y
la práctica, Kant introduce ciertos postulados de la razón práctica, como la libertad, la
existencia de Dios y la inmortalidad del alma. Aunque estos postulados no pueden
demostrarse empíricamente, son necesarios para que la vida moral sea coherente y para
justificar la posibilidad de actuar conforme al deber.
Para Kant, el valor de una acción no se mide por sus resultados, sino por la intención de
cumplir con una ley moral que pueda ser universalizada. Esta perspectiva implica que la
ética es una cuestión de autonomía y de justicia, donde el imperativo categórico actúa
como la norma suprema que orienta la conducta moral. Así, la ética kantiana integra
elementos del racionalismo y del empirismo, y también representa una ruptura con la
ética materialista, abriendo paso a una filosofía que sitúa la libertad y la dignidad del
sujeto en el centro de la vida moral.